sábado, 29 de agosto de 2015

Los ídolos del futuro

Casini padre y hijo

DE TAL PALO

A los siete, Bautista le dice a su mamá que lo despierte a las 4 de la madrugada. Es la noche del 13 de diciembre de 2003 y en pocas horas verá la final de la Copa Intercontinental que disputan en Yokohama, Japón, el Boca de Bianchi y el poderoso Milan italiano. El partido termina en empate y ya se vive el tormento de los penales. En el momento decisivo, la cámara enfoca a Alfredo Raúl Cascini que camina hacia el punto penal. Si la mete, Boca es campeón. El pequeño Bautista se despabila del todo al grito de “¡es papá!” Acto seguido, el remate seco y esquinado de Cascini logra la hazaña. Mientras su mamá lo abraza al grito de gol, Bauti siente que su papá es un héroe.
Bautista Cascini se recuerda con la pelota desde los primeros pasos. Cuando su madre salía y se quedaba en casa con su hermano Salvador y su papá, el trío de varones convertía una botella de plástico en pelota y la casa en cancha donde todo valía. Los chicos terminaban empapados, festejando a upa de Alfredo Raúl.
Bau, como lo llaman sus amigos, empezó con fútbol a los 7 en la escuela EFI del Parque San Martín. A los 9 arrancó en Estudiantes. Como su padre, es mediocampista y calentón: “Pero no puteo a los compañeros, puteo a los rivales”, aclara. “Mi viejo era más aguerrido, funcionaba como tapón, no precisaba la pelota para jugar. Mi característica, en cambio, es más el contacto con la pelota”.
A los 4, empezó el jardín de infantes en Francia porque su padre había firmado contrato con el Tolouse Football Club. Uno de los pocos días libres de entrenamiento, el jugador quiso ir a buscarlo. Lo encontró acurrucado, aburrido y solo en un rincón de la salita mientras los demás jugaban enloquecidos. “Yo no entendía nada, hablaban en francés ¡imaginate!”, dice hoy Bautista y agradece que ese día su papá se haya apiadado y decidido no mandarlo nunca más.
Hoy juega en la quinta de Estudiantes e incursiona en la reserva. Con 1,71 de altura, 65 kilos, corte estilo Kun Agüero pero rubio y de ojos verdes, es lógico que en sus comentarios de Face se repita la palabra “facha”. El pibe tiene pasta de campeón, sí, pero no todo es herencia: cuando iba a la primaria, en la escuela Italiana, cumplía con doble turno y de ahí se iba a entrenar: “Tenía menos de doce años, salía de mi casa a las ocho de la mañana y volvía a las ocho de la noche”.
En el secundario, les pidió a sus padres que lo cambiaran de escuela. La jornada de ocho horas más el entrenamiento lo agotaba. Nunca se planteó dejar de entrenar: para él, primero el fútbol. “Mi papá no quiso que dejara la escuela, ‘se te va a atrofiar la cabeza’, me decía”. Recién en cuarto año aflojó. Lo dejaron pasarse a una escuela pública y nocturna, una costumbre extendida entre los chicos del fútbol. Con tal de entrenar y de que ningún otro le quite su lugar en la reserva, resignó el viaje a Bariloche con sus compañeros de la Italiana. “Por eso también me fui del colegio”, confiesa: “Iban a estar todos entusiasmados con el viaje y yo me iba a sentir afuera de todas las charlas”.
Arrancó Derecho en la UNLP este año, sin embargo dejó para entrenar. Le gusta salir con amigos pero hay una regla que cumple a rajatabla: los viernes están prohibidos por las leyes del fútbol: “Los sábados juego en reserva, no me lo pierdo ni loco”.
Llegar al deporte de elite requiere disciplina y trabajo, por eso más de una vez, Bautista sueña con vacaciones: “¿Pero sabés qué me pasa?”, cuenta extrañado de sí mismo: “Cuando me voy a la playa pasan un par de días y quiero volver a entrenar”. Para su cuerpo, el mejor descanso es hacer lo que más le gusta.

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